La reserva anímica

Por Horacio González. Cada vez que una voz se levanta reclamando amnistía para las personas incursas en terrorismo de Estado, esa cosa no penetra. Queda deshecha en el umbral. Pero debemos saber dónde ahora se halla. Al acecho, ahí mismo. En el umbral. Comprobamos, en tanto, que existe en la sociedad argentina una reserva anímica trascendente. Es la que sostiene con demostrada fe las acciones reparadoras de la Justicia.
Deben mencionarse los actos practicados en el ya distante momento de Alfonsín hasta los que tienen lugar en el tiempo que transcurre de nuestra actualidad. Por lo tanto, estas políticas de justicia histórico-reparatorias pertenecen a un ciclo entero de nuestros dificultosos asuntos públicos, y los definen por encima de ninguna otra cosa.

La Justicia, con sus laboriosos andamiajes, no procede por heroísmo ni excepcionalidad, sino que está fundada en comprobaciones esenciales: primero sobre la materia real de los hechos; luego, sobre el estado de la opinión social. En cuanto a esto último, abundan los indicios diarios de que en este momento del curso histórico, una porción mayoritaria de la población del país sigue sosteniendo una interpretación que se enraíza en la reprobación inmediata a lo ocurrido, en las décadas pasadas, en las tinieblas del Estado. Sigue el activismo en torno de nombres, monumentos y discursos cotidianos. Sin embargo, es hora de no descansar sólo en ellos. Es hora de volver al plebiscito cotidiano. Al memorial de las mayorías explícitas, con sus certidumbres heredadas. Pues intentan agrietarlas.

El reciente episodio de las declaraciones de Diego Guelar compone un nuevo ensayo, por el momento frustrado, para rever los cimientos últimos de una historia. Hace tiempo han comenzado los ataques revisionistas a la interpretación sobre los años dictatoriales, cuyo objetivo es la perseverante vigencia que mantiene la crítica al “terrorismo de Estado”. Se publican libros que sin tener –algunos de ellos– la particularidad de tomar partido directo por las fuerzas represivas actuantes en ese momento, se lanzan a figurar la idea de que los grupos insurgentes estaban integrados por fríos calculadores de acciones irracionales, excitados por la vindicta y la demasía. Una época entera, si estas publicaciones tuvieran éxito en su prédica, podría resquebrajarse en su significación última con los golpes que se propinan a su tejido íntimo y moral.

Pero existen las reservas anímicas. En los márgenes, ellas actúan también culposamente, revestidas de tácticas y presiones que no se atreven por el momento a declarar lo que son, convirtiendo en enredos lo que parecerían iniciativas adelantadas. Veamos al caso del PRO, que ha salido a desmentir a Guelar, uno de sus miembros, que reclamó una amnistía, a tono con el crecimiento de la campaña revisionista. ¿Qué significa esto? El PRO, como bien conjetura Ricardo Kirschbaum en su editorial de Clarín del pasado domingo 3, es un partido con componentes heterogéneos y ausente de “ideas centrales”. Efectivamente, “un cóctel explosivo”, como dice el articulista. Pero más que eso, el PRO es un partido forjado con el magro saber cabalístico de gerentes y empresarios, donde el asesor de imagen cumple el antiquísimo papel de director de conciencias, y el agente publicitario, el de nigromante. ¿Era necesario advertirle al PRO que de este modo, en tanto “cajón de sastre”, no es un partido homogéneo, lo cual “puede ser mortal para la política a largo plazo”?

Cierto, pero se pasa por alto que la fundación de partidos como éstos –que son nuevos y ya nacen viejos– tiene como función eminente la de ser el cobertizo que guarde los arietes para la tarea de horadar la historia y revisar los actos civilizatorios sobre cuyos rieles deben correr los capítulos sucesivos de la vida nacional. Más que un partido, entonces, el PRO tiene la forma necesaria de otra cosa: es la lanza, la sigla que carga secretamente el pensar no declarado de un importante arco de políticos y de algún modo de un amplio sector enmohecido del sistema partidario.

Esta es la realidad de agrupamientos de esa índole y su discusión interna es tan solo ésa: ¿cuándo decimos realmente lo que somos? Incluso si sus miembros no perciben claramente el núcleo verdadero que subyace, engatusados por su misma publicidad. Así, están obligados a pedir disculpas en todo momento por no comprender ellos mismos el “tempo” en que deben declarar su identidad profunda. Si de golpe se mostraran en su propio rostro patético, simultáneamente se desarmarían. Piensan: ¿es ahora que debemos decir lo que realmente somos? ¿Y decirlo en forma directa? ¿Quizás oblicua? ¿A la manera de Posse? ¿Con la amnistía en ristre? Son preguntas de un ensamble oportunista de ensayo-error. Parece un partido y son un síntoma. Deben decir algo que los ha fundado en lo profundo, pero es “algo” que tampoco saben si va a ser acompañado por la masa incierta y numerosa de sus votantes que flotan entre el meticuloso recelo y el sobresalto exacerbado.

La paradoja del PRO es que deben ser ideológicos al pronunciarse definitivamente sobre lo que son, y al mismo tiempo han dicho que no se debía hablar más de cosas como “ésas”. Encarnan la necesidad de decir lo que no saben ni cómo ni cuándo decir. Y esto por el modo en que han destruido voluntariamente su propio lenguaje político. Lo que importaría, entonces, no es darles consejos “politológicos” al PRO, como lo hace

Kirschbaum. Importa percibir qué contiene su amorfa, gaseosa trama contradictoria. Ella pertenece exclusivamente al proyecto que se insinúa en los pliegues secretos de la sociedad argentina, para dar curso a lo que proponen tantos libros de investigación que abonan las tesis del “gobierno montonero”. El instrumento que ofrece el PRO no cuaja, pero es eficaz sintomatológicamente. El resultado será impreciso a la hora de las definiciones. No importa. Ya aparecerán otros intentos. Sin que se pueda poner las manos en el fuego por un reciente autopresidenciable, cuyo papel en la historia podrá ser el de desleal y felón revisor de cuentas de una historia, para encaminarla a un oprobioso retroceso. Eso, si este hombre encuentra módicamente distraído a su partido de origen o si éste se lo permite, ya que dio notables juristas en la época en Juicio a los Comandantes.

La reserva anímica existente en la población, con todo, no es un caudal estancado y a disposición de los mausoleos de la historia. Se rehace en el juego vivo de los acontecimientos y nunca está fija. Es y será motivo de querella o de intervenciones como las que estamos presenciando. Nunca se establece en punto ninguno. Pues así como siempre intenta ser instituida, toda memoria supera sus propios límites y se convierte en jornadas críticas, tan sólo sostenidas en una voluntad impalpable aunque sólida, donde hay mucho que defender en medio de núcleos humanos en constante demanda de significados nuevos. Nada grave: lo podemos ver en lo que muestra un ciclo entero transcurrido en el cine argentino de masas. En lo que va desde La historia oficial a El secreto de tus ojos se muestra el camino recorrido por un vasto colectivo popular de públicos, conciencias y emociones. Si en el primer film se retrataba el drama de una familia de apropiadores y la Justicia lejana aparecía bajo la forma de esa escisión fundamental, confiada al libre examen de las conciencias, en el segundo film –a ambos los separan casi un cuarto de siglo– la escisión se considera ahora dentro de la cercana Justicia y del Estado, dentro del que están los personajes. Mientras, alguien hará justicia por su propio impulso.

La cuestión de la Justicia en el film de Campanella, que relata un acontecimiento ocurrido antes de los que toma en consideración Puenzo, atiende una dimensión de lo público que se resuelve ya sin apelación a la autorreflexión. Basta con un llamado final a un contenido juego amoroso. De una película a otra –no las juzgamos aquí como obras artísticas, que lo son, sino como inmanencias de la conciencia colectiva–, recorrimos un arduo camino en términos de la reserva anímica. Se mantiene, pero ha mutado. Se dirige ahora hacia zonas de riesgo y está intimada.

Por lo mismo, pues la reserva anímica tiene nervaduras sólidas, la conciencia social en sus contrapuntos y desfasajes ha dado obras novelísticas, ensayos y cosmovisiones morales que indican la autonomía creadora con la que se dirime el tema, lo que también es una barrera contra los publicistas de la revocación de la historia transcurrida, con sus mojones ya enjuiciados, y que no por eso dejan de seguir transcurriendo buscando perfeccionar su expresión de justicia. No de escarmiento ni desquite.

La sociedad argentina íntimamente contusa en sus credos públicos y privados ha hecho un gran aprendizaje del que le cabe ahora dar cuenta, pues es momento de duro debate y también de conclusiones aguzadas. Todos saben que los lenguajes intensos de una época son enjuiciados por la siguiente y no pueden reiterarse. La crítica a esas voces irredentas, eternos jóvenes del inmediato pasado, en lo sustancial ya está hecha. Pero aún se busca que la naturaleza de esa crítica deje pudorosamente abiertas las fuentes de la laceración, únicos signos no políticos, hoy, de su veracidad. Todo recuerdo es un balance púdico, un saber irreproducible. Salvo para la vida pública y su capacidad conmemorativa, que siempre está activa pero que no sustituye la reflexión íntima, el vivo recogimiento colectivo es lo que finalmente conforma la reserva anímica democrática de una sociedad. Tal reserva es porosa, no granítica.

Ahora, abierta la brecha de los revisionistas para interpretar al Gobierno como poseedor de un pasado impropio (supuesta autoadjudicación que le critican) o como continuador impropio del pasado (también se lo adjudican), estamos ante un juego complementario que finalmente intenta dejar nuevamente desprotegidos, olvidados y en peligro a los muertos; ellos, calladas voces frente a las que podemos ser remisos, pues sólo nos ofrecen un camino nuevo en el recuerdo, aunque no del modo en que quizá lo pensaron en vida. Ellos están amenazados. Mucho más lo estarían si la existente reserva anímica, social y memorística se rasgase por la omisión de quienes sí saben de qué se trata. Lo saben pero no lo creen primordial ante la compulsiva necesidad de embestir al Gobierno. Pero una política de derechos humanos al fin y al cabo no puede sustituirse por otra. Si triunfasen los conmutadores de penas, los que quieren montar gigantescos tribunales de casación, los que quieren invitar a la construcción de un pueblo amnésico al costado de eternos rallies, ya no habría apenas un gobierno rendido, sino que los túmulos conocidos o desconocidos de los muertos estarían nuevamente en la picota.

*Horacio González es Sociólogo, profesor de la UBA, director de la Biblioteca Nacional.



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