Juicio Guerrieri-Amelong: Día 11
Cuatro testigos declararon en la audiencia de este lunes en los tribunales federales de Rosario. La jornada comenzó con la continuidad del testimonio del periodista Carlos Del Frade, quien fue precedido por Graciela Zita, Susana Zita y María Amelia Gonzalez, tres ex detenidas que narraron sus terribles experiencias en el centro clandestino de detención conocido como La Calamita. Gonzalez relató que fue secuestrada en su casa -donde quedaron abandonados sus dos hijos bebes- junto a su esposo, Ernesto Traverso, al nunca más volvió a ver.
La jornada de este lunes arrancó complicada y el testimonio del periodista Carlos Del Frade, que había comenzado el martes de la semana anterior –y que se había cortado porque el defensor del represor Juan Amelong se descompuso, lo que obligó a suspender la audiencia–, se volvió a interrumpir cuando el tribunal obligó a desalojar la sala porque desde el público habían desplegado fotos con el rostro de los desaparecidos de la causa (ver nota aparte).
Luego de la declaración de Del Frade –que incluyó un careo con Amelong–, fue el turno de Graciela Zita, una ex detenida que estuvo secuestrada-desaparecida desde el 4 al 13 de julio de 1977, se presume que en La Calamita, a donde fue llevada junto con su hermana y su madre.
Una familia secuestrada
Graciela Zita recordó el tremendo episodio que le tocó vivir a manos de los represores, y que marcó para toda la vida a su familia. El 4 de julio de 1977 Garciela, que vivía en Buenos Aires, recibió una llamada de su hermana Susana desde Rosario, que le informaba que su madre “estaba muy enferma” y que era urgente “que viajara para Rosario”. Organizó su partida y lo antes que pudo salió hacia su ciudad.
Apenas entró a la casa donde vivían su madre y hermana fue abordada violentamente por un grupo de hombres a los que no pudo ver, que la encapucharon y manitaron. Un rato después fue detenida en el mismo lugar su amiga Adriana Quaranta, que venía a visitar a la familia, sin saber que estaría Graciela y los represores. Graciela, Susana y Adriana fueron conducidas a un lugar alejado de la ciudad –a unos cincuenta minutos en auto–, custodiadas por un grupo de más de quince hombres vestidos de civil y que se habían identificado como policías. Una vez en el centro de detención, Graciela se enteró que también tenían secuestrada a su madre.
Graciela Zita fue sometida a sesiones de tortura, durante las que la interrogaban por “compañeros con los que había estudiado en la facultad”. En su lugar de detención, a pesar de estar siempre con los ojos vendados, pudo registrar “el piso antiguo”, la puerta del baño también antigua y con “vidrio opaco, de esos que dejan ver a trasluz”. Elementos que coinciden con otros testimonios que reconstruyen y se identifican con las características de La Calamita.
Durante sus días de encierro Graciela pudo escuchar algunas voces conocidas de otros detenidos del lugar, como la de Rafael Bielsa, a quien escuchó “cantar una canción”. Recordó también que a los dos días de su detención, su hermana y su madre fueron liberadas y que ella permaneció en el centro de detención hasta el 13 de julio.
Por su parte Susana Zita, declaró inmediatamente después que su hermana Graciela y permitió reconstruir para la causa el rompecabezas de aquella horrorosa jornada del 4 de julio de 1977.
Susana recordó que fue detenida en la calle y llevada a su casa donde estaba su madre, que “los captores preguntaban por Graciela” y que luego de comunicarse por radio con sus superiores, a los que informaron que Graciela no estaba, escuchó que por el radio dijeron: “llevensé a la madre y a la hermana”.
Y así sucedió. Las dos fueron llevadas al centro de detención donde quedó su madre y Susana fue obligada a volver a su casa para llamar a Graciela a Buenos Aires y decirle que venga urgente porque “mama estaba enferma”.
Entre las cosas que registró en los casi tres días que estuvo en el centro de detención, Susana pudo también identificar la voz de Rafael Bielsa, “a quien había oído cantar ya en una peña no hacía mucho”. Además describió el piso del baño, varias de las habitaciones de la “casa antigua” y los caminos que unían a unos ambientes con otros. Su relato también coincidió con el de otros testimonios que describieron al centro clandestino de detención La Calamita.
Tanto Graciela, como Susana, escucharon ruidos permanentes de arreglos de albañilería en el lugar y registraron olor portland y meslca.
Un cura con contactos
Otro de los elementos que aportó Susana Zita fue la anécdota sobre el cura al que su madre llamó para que “lo ayude a averiguar algo sobre Graciela”, una vez que las dos –Susana y su madre–, quedaron en libertad. El sacerdote se ofreció a hablar con un capellán de Ejército del que Susana no recordó el nombre, y consiguió saber que Graciela permanecería algunos días más detenida y que sería liberada. El eclesiástico es el actual párroco de la Catedral de Rosario, Raúl Jiménez.
Desde Corrientes a Rosario
El testimonio de María Amelia Gonzalez fue quizás el más duro que hubo que oír en la jornada. González revivió la noche de su secuestro ocurrida en su casa de calle Oroño, a apenas unas cuadras del tribunal a donde ahora se juzga a sus posibles verdugos.
María Amelia recordó que la noche del 26 de febrero de 1977 un grupo de hombres vestidos con uniformes del ejército entraron violentamente a su casa, donde estaba con su marido, Ernesto Traverso, y sus dos hijos: “Sol de dos años y medio y Ernestito de apenas diez meses”.
La pareja fue llevada en autos separados a un lugar a las afueras de Rosario. González recordó que cuando llegaron al centro de detención y fueron a buscarla al baúl del auto donde había viajado, como estaba con la venda caída, le dieron una “fuerte trompada en el estómago”. Cuando la bajaron del auto, y como estaba descalza en uno de los piés, registró que “el piso era de pasto”.
El relato del lugar de detención que estructuró González fue muy minucioso. Contó que primero la “tiraron en una habitación de cinco por cinco, con techos de zinc, piso de portland” y en la que había otra mujer de tez blanca y pelo claro de la que no se pudo acordar el nombre. María Amelia indicó que los primeros tres días “no recibió alimento ni agua”, que de los catorce que estuvo detenida se pudo “bañar una sola vez”, que fue brutalmente torturada con picana eléctrica y que tuvo que escuchar también los alaridos de dolor por los tormentos que infligieron contra su marido.
En el registro de elementos recordados por González, se destacó la mención del baño, al que describió con “piso de baldosas antiguo”, con “dos puertas, una de las cuales comunicaba con una habitación donde estaban los hombres” y una ventana.
González registró algunos nombres durante su cautiverio, como el de otra detenida que llegó también junto su marido, Luisa Rubinelli; el de María, la mujer que estaba en la cocina; el de Sebastián, el represor que parecía ser el que “comandaba todo en el lugar”; y el de otros dos represores: Mario y Alejandro.
María Amelia señaló que “todas las noches traían gente, y en esos momentos se escuchaba mucho movimiento en la casa”, y recordó especialmente un episodio en el que trajeron a dos detenidos jóvenes que por lo que se gritaban se dio cuenta que “eran hermanos”. González refirió además haber escuchado trenes y el sonido de aviones que aterrizaban relativamente cerca del lugar a donde se encontraba.
María Amelia contó cómo finalmente fue dejada en libertad en el Parque Independencia de Rosario, y reconstruyó lo que sucedió con sus hijos el día que fue secuestrada con su marido. Como los secuestradores “habían dejado la puerta abierta del departamento de pasillo” donde vivían, la hijita salió y se quedó sola en la entrada hasta que “la vio una vecina que la acompaño dentro de la casa que encontró toda revuelta, con el bebé en la cuna. Luego de cobijarlos y darles de comer”, la vecina los acercó a la casa de los padres de Traverso.
González se fue luego a vivir con sus hijos a la provincia de Corrientes –al pueblo de sus padres–, y volvió varias veces a Rosario para denunciar la desaparición de su marido, del que nunca más tuvo noticias.
Al finalizar su testimonio, María Amelia reclamó al tribunal que quiere “saber qué pasó con Ernesto, con todos los desaparecidos, a dónde están sus cuerpos” y agregó: “como todo el mundo, con mis hijos –que estuvieron presentes en la sala del tribunal–, queremos poder hacer el duelo de nuestro ser querido”.
Cobertura de la audiencia 11 del diario Rosario 12.
El juez Jorge Venegas Echagüe presidió el tribunal.
La jornada de este lunes arrancó complicada y el testimonio del periodista Carlos Del Frade, que había comenzado el martes de la semana anterior –y que se había cortado porque el defensor del represor Juan Amelong se descompuso, lo que obligó a suspender la audiencia–, se volvió a interrumpir cuando el tribunal obligó a desalojar la sala porque desde el público habían desplegado fotos con el rostro de los desaparecidos de la causa (ver nota aparte).
Luego de la declaración de Del Frade –que incluyó un careo con Amelong–, fue el turno de Graciela Zita, una ex detenida que estuvo secuestrada-desaparecida desde el 4 al 13 de julio de 1977, se presume que en La Calamita, a donde fue llevada junto con su hermana y su madre.
Una familia secuestrada
Graciela Zita recordó el tremendo episodio que le tocó vivir a manos de los represores, y que marcó para toda la vida a su familia. El 4 de julio de 1977 Garciela, que vivía en Buenos Aires, recibió una llamada de su hermana Susana desde Rosario, que le informaba que su madre “estaba muy enferma” y que era urgente “que viajara para Rosario”. Organizó su partida y lo antes que pudo salió hacia su ciudad.
Apenas entró a la casa donde vivían su madre y hermana fue abordada violentamente por un grupo de hombres a los que no pudo ver, que la encapucharon y manitaron. Un rato después fue detenida en el mismo lugar su amiga Adriana Quaranta, que venía a visitar a la familia, sin saber que estaría Graciela y los represores. Graciela, Susana y Adriana fueron conducidas a un lugar alejado de la ciudad –a unos cincuenta minutos en auto–, custodiadas por un grupo de más de quince hombres vestidos de civil y que se habían identificado como policías. Una vez en el centro de detención, Graciela se enteró que también tenían secuestrada a su madre.
Graciela Zita fue sometida a sesiones de tortura, durante las que la interrogaban por “compañeros con los que había estudiado en la facultad”. En su lugar de detención, a pesar de estar siempre con los ojos vendados, pudo registrar “el piso antiguo”, la puerta del baño también antigua y con “vidrio opaco, de esos que dejan ver a trasluz”. Elementos que coinciden con otros testimonios que reconstruyen y se identifican con las características de La Calamita.
Durante sus días de encierro Graciela pudo escuchar algunas voces conocidas de otros detenidos del lugar, como la de Rafael Bielsa, a quien escuchó “cantar una canción”. Recordó también que a los dos días de su detención, su hermana y su madre fueron liberadas y que ella permaneció en el centro de detención hasta el 13 de julio.
Por su parte Susana Zita, declaró inmediatamente después que su hermana Graciela y permitió reconstruir para la causa el rompecabezas de aquella horrorosa jornada del 4 de julio de 1977.
Susana recordó que fue detenida en la calle y llevada a su casa donde estaba su madre, que “los captores preguntaban por Graciela” y que luego de comunicarse por radio con sus superiores, a los que informaron que Graciela no estaba, escuchó que por el radio dijeron: “llevensé a la madre y a la hermana”.
Y así sucedió. Las dos fueron llevadas al centro de detención donde quedó su madre y Susana fue obligada a volver a su casa para llamar a Graciela a Buenos Aires y decirle que venga urgente porque “mama estaba enferma”.
Entre las cosas que registró en los casi tres días que estuvo en el centro de detención, Susana pudo también identificar la voz de Rafael Bielsa, “a quien había oído cantar ya en una peña no hacía mucho”. Además describió el piso del baño, varias de las habitaciones de la “casa antigua” y los caminos que unían a unos ambientes con otros. Su relato también coincidió con el de otros testimonios que describieron al centro clandestino de detención La Calamita.
Tanto Graciela, como Susana, escucharon ruidos permanentes de arreglos de albañilería en el lugar y registraron olor portland y meslca.
Un cura con contactos
Otro de los elementos que aportó Susana Zita fue la anécdota sobre el cura al que su madre llamó para que “lo ayude a averiguar algo sobre Graciela”, una vez que las dos –Susana y su madre–, quedaron en libertad. El sacerdote se ofreció a hablar con un capellán de Ejército del que Susana no recordó el nombre, y consiguió saber que Graciela permanecería algunos días más detenida y que sería liberada. El eclesiástico es el actual párroco de la Catedral de Rosario, Raúl Jiménez.
Desde Corrientes a Rosario
El testimonio de María Amelia Gonzalez fue quizás el más duro que hubo que oír en la jornada. González revivió la noche de su secuestro ocurrida en su casa de calle Oroño, a apenas unas cuadras del tribunal a donde ahora se juzga a sus posibles verdugos.
María Amelia recordó que la noche del 26 de febrero de 1977 un grupo de hombres vestidos con uniformes del ejército entraron violentamente a su casa, donde estaba con su marido, Ernesto Traverso, y sus dos hijos: “Sol de dos años y medio y Ernestito de apenas diez meses”.
La pareja fue llevada en autos separados a un lugar a las afueras de Rosario. González recordó que cuando llegaron al centro de detención y fueron a buscarla al baúl del auto donde había viajado, como estaba con la venda caída, le dieron una “fuerte trompada en el estómago”. Cuando la bajaron del auto, y como estaba descalza en uno de los piés, registró que “el piso era de pasto”.
El relato del lugar de detención que estructuró González fue muy minucioso. Contó que primero la “tiraron en una habitación de cinco por cinco, con techos de zinc, piso de portland” y en la que había otra mujer de tez blanca y pelo claro de la que no se pudo acordar el nombre. María Amelia indicó que los primeros tres días “no recibió alimento ni agua”, que de los catorce que estuvo detenida se pudo “bañar una sola vez”, que fue brutalmente torturada con picana eléctrica y que tuvo que escuchar también los alaridos de dolor por los tormentos que infligieron contra su marido.
En el registro de elementos recordados por González, se destacó la mención del baño, al que describió con “piso de baldosas antiguo”, con “dos puertas, una de las cuales comunicaba con una habitación donde estaban los hombres” y una ventana.
González registró algunos nombres durante su cautiverio, como el de otra detenida que llegó también junto su marido, Luisa Rubinelli; el de María, la mujer que estaba en la cocina; el de Sebastián, el represor que parecía ser el que “comandaba todo en el lugar”; y el de otros dos represores: Mario y Alejandro.
María Amelia señaló que “todas las noches traían gente, y en esos momentos se escuchaba mucho movimiento en la casa”, y recordó especialmente un episodio en el que trajeron a dos detenidos jóvenes que por lo que se gritaban se dio cuenta que “eran hermanos”. González refirió además haber escuchado trenes y el sonido de aviones que aterrizaban relativamente cerca del lugar a donde se encontraba.
María Amelia contó cómo finalmente fue dejada en libertad en el Parque Independencia de Rosario, y reconstruyó lo que sucedió con sus hijos el día que fue secuestrada con su marido. Como los secuestradores “habían dejado la puerta abierta del departamento de pasillo” donde vivían, la hijita salió y se quedó sola en la entrada hasta que “la vio una vecina que la acompaño dentro de la casa que encontró toda revuelta, con el bebé en la cuna. Luego de cobijarlos y darles de comer”, la vecina los acercó a la casa de los padres de Traverso.
González se fue luego a vivir con sus hijos a la provincia de Corrientes –al pueblo de sus padres–, y volvió varias veces a Rosario para denunciar la desaparición de su marido, del que nunca más tuvo noticias.
Al finalizar su testimonio, María Amelia reclamó al tribunal que quiere “saber qué pasó con Ernesto, con todos los desaparecidos, a dónde están sus cuerpos” y agregó: “como todo el mundo, con mis hijos –que estuvieron presentes en la sala del tribunal–, queremos poder hacer el duelo de nuestro ser querido”.
Cobertura de la audiencia 11 del diario Rosario 12.
El juez Jorge Venegas Echagüe presidió el tribunal.